Un deseo/ Daniel Laurinc Cloe Masotta

8 enero, 2014 § Deja un comentario

Un deseo/ Daniel Laurinc Cloe Masotta

Siempre he deseado tener una cama con dosel.
Me imagino atravesando una cortina que, cada noche, me separará del mundo de la vigilia. Una hipnótica brecha, una red, que cazará los sueños para que, a la mañana siguiente, consiga recordarlos.
Hoy he soñado con un pájaro raro. Desde una cama, agonizante, el ave me reclamaba. Su cuerpo era orondo y marrón, más de carne que de pluma. Roía con su pico, estrecho y afilado, una tostada. Llenaba de migas las sábanas. Yo, en vano, trataba de pedir ayuda a alguien, o algo, ausente en el sueño. El pájaro, sobre el lecho, extendía un brazo-ala e impregnaba de muerte inevitable la secuencia soñada.. Después desaparecía-o eso me dicta la caprichosa y fragmentaria memoria de ese sueño. En su lugar, aparecía una pequeña garza-cigüeña. Un ser en miniatura, que truncaba lo siniestro del inicio del sueño, en una extrañeza reconfortante.
En el siguiente sueño también hay pájaros. Pero en blanco y negro. Bajo un cielo encapotado, contemplo como cientos de grises palomas ralentizan su vuelo hasta quedar suspendidas en el aire. Una vez despierta pienso: el tiempo detenido del sueño, concentrado en el cuerpo de los pájaros, es un nudo. En el estómago, o en el corazón, de la escritura.
Entonces alrededor de esa cama donde sueño, con pájaros moribundos o suspendidos en el aire, emerge un edificio en ruinas.
Y así estará, por los siglos de los siglos, a menos que yo vuelva a desear el dosel, y una cortina que rasgaré con mi pluma, para que los pájaros, enredados en mis sueños, vuelvan a alzar el vuelo.

De lo malo, lo mejor/ Anders Bigum Ángeles Maeso

8 enero, 2014 § Deja un comentario

De lo malo, lo mejor/ Anders Bigum Ángeles Maeso

El conductor del segundo camión cayó demasiado cerca de la lancha y no paró de gritar desde que se tiró del puente. La sólida niebla del pantano se agarraba al agua igual que Elisa a la embarcación para no caer. Ya no tenía ni la edad ni la agilidad para asumir este tipo de operaciones y eso le enfadaba, y cuando se enfadaba se le ponía la cara colorada y sudaba como un vidrio condensado. El incendio que asolaba la cara norte de la montaña era incontrolable y amenazaba con calentar más aún el aire, por lo que la posibilidad de que el camión de carga química estallase, ya no era remota.
– Aquí la inspectora Yagüe, ¿me recibe? Tenemos al transportista, los compañeros buzos le están ayudando a subir a la lancha. Qué pasa con la mujer, repito, qué pasa con la mujer.
La comunicación entrecortada hacía imposible descifrar las órdenes de su superior.
– ¿Dónde esta la mujer? ¡Eh! Mírame, vamos, mírame. Estas a salvo, tranquilo. ¡Mírame! ¿Dónde está la mujer que estaba contigo?
El camionero era incapaz de hablar, no paraba de toser y balbucear.
– Mierda… ¡Hola! ¡Me escuchas! ¡Soy la inspectora Yagüe! ¡El camión contiene sustancias químicas inflamables y puede explotar! ¡Tienes que saltar! ¡Me oyes! ¡Confía en mi! ¡Salta!
Un cambio brusco del viento calentó el rostro de Elisa quien impaciente agarró del pelo al camionero
-¿Cómo se llama?
-No lo sé
-¿Habla español?
-No mucho
-¡Joder!
-Inspectora Yagüe ¿me recibe? Inspectora, no les vemos.
-Aquí Yagüe, estamos tras el pilar del puente.
-Deben salir de ahí, el camión puede explotar y si eso ocurre el vertido les caerá encima.
-La mujer no ha saltado, no habla español, hay que evacuarla.
-Yagüe, vayan río abajo es una orden.
-Pero hay una mujer…
El camionero levantó la voz
-Es una puta
La inspectora Yagüe tomo aire, miró la niebla incandescente al otro lado del pantano y rompió la nariz del camionero de un golpe. Si conseguían salir de aquella, volvería a encontrarse con el atractivo fiscal del tribunal disciplinario. De lo malo, lo mejor.

Orsay/ Rosario Kuri Inés Marcos

3 noviembre, 2013 § Deja un comentario

Orsay/ Rosario Kuri Inés Marcos

Estar fuera de lugar. Estar fuera de juego. Estar out, al margen, donde no toca. Estar sin estar. Qué pereza salir a la calle y llevarse a cuestas todo esto. Pero a quién le vas a venir con el cuento a estas horas. Bueno, pues a nadie. Ni falta que hace ni ganas que tienes. Pero, en serio, todo es muy raro. Ni siquiera es que estés triste. Que va. Lo que pasa es que todo te resbala y, joder, vaya expresión, “me resbala”. Pero, de verdad, no se podría decir de otra manera. Las cosas te resbalan. La sensación se parece a tirarse meses dentro de un coche en un túnel de autolavado. Sí. Ahí fuera están pasando cosas (el jabón, la espuma, los cepillos que van y vienen, el ruido de las gomas que se arrastran por el techo) pero tú estás aquí dentro, con las manos fijas en el volante, en un ademán de conductora perfecto, pero está claro que avanzar, no avanzas, y que todos los sonidos y las palabras y lo que sea que está sucediendo te llega amortiguado o, directamente, no te llega. Te resbala. Te resbala como toda esa agua del túnel de lavado resbala por la carrocería de un coche muy sucio. Ah, pero qué a gusto se esta aquí dentro, ¿verdad? Bien, ya tienes tu símil del día. Desde hace cosa de dos meses la vida te resbala y no te llega, como si estuvieras dentro de un coche muy sucio que a su vez está dentro de un túnel de autolavado (no tienes claro si en la comparación tú eres el coche en sí, con su carrocería mugrienta, o sólo la persona con las manos aferradas al volante. Inevitablemente, el túnel de autolavado es el mundo y el agua es la gente y la vida y blablabla). Muy bien. ¿Y qué más? Ah, sí, te parece que todo es muy raro. Esa falta de conexión absoluta entre lo que hay fuera y todo lo que no sientes. Dices que no te había pasado nunca. Tu hermano te pregunta por teléfono si estás segura. Y, bueno, crees que sí, que esto es nuevo, pero en realidad, para variar, no te acuerdas. Vaya, vaya. Qué capacidad más asombrosa para borrar tu propio rastro. En fin. La cuestión es que como te sientes así de rara, sales a dar un paseo. Es de noche. Menudo coñazo. Ha habido partido de Champions y la calle está llena de hooligans chuzos montando bulla. Como la idea del paseo, evidentemente, es que se convierta en algo autorreflexivo, tiras por la calle de la derecha, la que sube hacia la montaña, y te alejas del centro. Esto está mucho mejor. Hace frío, hay silencio, no hay ni un alma. Sabes que en cuestión de cuatro calles la ciudad se convertirá en otra cosa y pasará a amoldarse como blandinblú a tu estado de ánimo. Es lo que siempre pasa cuando decides salir a pasear sola, que todo parece acompasarse a este sentimiento casi épico de “¡Ah, voy a sentir que siento!”. Bueno, te pasa a ti y le pasa a todo el mundo. Sentir que quieres sentir. Muy bien. Y para eso, claro, hay que subir a una montaña, hay que sentarse en un banco, hay que meter las manos en los bolsillos, hay que entrecerrar los ojos y dejar que el vaho de la noche empañe intermitentemente el aire. De la que subes, hay que fijarse en esa casa, con sus luces encendidas, y pensar en quién vivirá dentro. Hay que usarla para seguir sintiéndose muy fuera de todo, al margen, como si detrás de esa ventana hubiera un fuego (venga ya, ¿una chimenea? De acuerdo) y todo estuviera en su sitio y tú no alcanzaras a verlo porque aunque es una casa de una sola planta la ventana principal está a una altura rarísima. Sí. Últimamente todo te queda a una altura muy rara, no hay manera de sentirse cómoda ni de encarar las cosas de frente. Y, bueno, te ha parecido que dar un paseo podía estar bien. Subir al mirador, ver la ciudad desde aquí arriba, sola, inspirando fuerte y cruzando mentalmente los dedos para ver si así las cosas empiezan a ponerse en su sitio y a significar algo de nuevo. Poner orden, pensar. Venga, todo el mundo lo hace. Está claro que hay un poco de pantomima en este paseo nocturno tuyo, pero de algo te servirá, ¿no? Pues no. Creías que sí, pero no. Después de diez minutos intentando dejar la mente en blanco, predisponiéndote a una revelación cósmica, te levantas y te vas, agachando la cabeza y con el rabo entre las piernas, porque en lo único en lo que puedes pensar es que, mierda, no sabes cómo ha quedado el partido, y ni siquiera estás segura de si era el de ida o el de vuelta, y tratas de echar cuentas calculando mentalmente resultados, pero otra vez no te aclaras con eso de que cada gol marcado fuera de casa vale por doble. Bah, está claro, últimamente no te enteras, estás fuera de lugar, donde no toca. Estás out. No hay manera. Y tu reflexión estrella de la noche se va a quedar en que en tu caso, no cabe duda, el partido hace una temporadita que se juega fuera. Y para ti marcar en campo ajeno no suma puntos, sino que más bien los resta.

Después de vomitar me sentía mejor/ Anders Bigum Sergio Morera

31 octubre, 2013 § Deja un comentario

Después de vomitar me sentía mejor/ Anders Bigum Sergio Morera

Después de vomitar me siento mejor. Todo parece volver a estar en su sitio; las nubes, los edificios, las palmeras al borde de la carretera…
Me paso la mano por la cabeza, me abrocho el último botón de la camisa y me dirijo de nuevo al bar donde están mis compañeros.

“The only words I said today are beer and thank you”
Mientras pido una cerveza con el codo clavado en la barra, esta estrofa de la canción de Bill Callahan me viene de golpe a la cabeza y me hace sonreir.
Beer & Thank you, tampoco han salido hoy de mi boca demasiadas palabras más a parte de estas.
Beer & thank you…que buena.

Con la cerveza ya en la mano miro a mis compañeros: ni siquiera me ven. Están enzarzados en una acalorada discusión con el viejo director de cine homenajeado por el festival, ajenos a todo excepto al significado de tal o cual plano, la motivación de una transición hecha por corte en lugar de por fundido, etc.
En cualquier otra situación me hubiera animado alegremente a formar parte de la conversación pero el carácter antiimperialista del cineasta, que se niega a hablar en inglés, y mi pésima educación basada en este idioma como única lengua extranjera me han obligado a quedarme toda la noche al margen, sonriendo de vez en cuando como un imbécil borracho (cosa que en parte soy en este momento).

Así pues, aprovechando que no me ven y que no me van a echar en falta hasta Dios sabe cuando, decido escurrirme discretamente del local por la puerta de atrás camuflando mi cerveza bajo el abrigo.
Beer & thank you.

* * *

Mientras camino, el cristal y el cemento se convierten en piedra, la ciudad cambia de cuerpo.
Yo continúo a paso ligero, a pesar de no saber donde voy parece que tengo prisa por llegar.
En cuanto llego a la calle de las prostitutas me preparo (voy borracho pero no tanto).
Paso la cartera del bolsillo trasero del pantalón al bolsillo interior de la chaqueta y cojo el móvil con la mano haciendo ver que escribo a alguien.
Me doy cuenta entonces de que he recibido varios whatsapps. Abro la aplicación, pero al ver el remitente prefiero no leerlos: es ella.

Cuando levanto la vista las putas ya han desaparecido y también los turistas borrachos buscando sexo, solo quedamos los mendigos y yo con los que, francamente, me siento bastante más a gusto. Tanto es así que al primero de ellos que me lo pide le regalo mi cerveza para que se la acabe.
De nuevo, beer and thank you.

* * *

Atravieso un río, atravieso un parque y finalmente llego a una estación de metro.
Son más de las cinco, creo que es un buen momento para volver al hotel.

Justo cuando empiezo a bajar las escaleras escucho un ruido extraño, parece el rugido de un animal.
Me quedo quieto unos segundos, llega un segundo rugido.
Salgo de nuevo a la calle y empiezo a caminar despacio hacia el lugar de donde creo que proviene el sonido.

Doblo la esquina y resuelvo el misterio: hay un Zoológico junto a la estación de metro.
Desanimado (supongo que secretamente esperaba encontrarme con la imagen fantástica de un animal salvaje suelto en medio de la ciudad)doy media vuelta, pero antes de irme echo un último vistazo a la entrada del Zoo y me doy cuenta de que la puerta está abierta.
Con mucho cuidado, empujo la verja, atravieso el umbral y empiezo a caminar por un camino de tierra que conduce al interior del parque.
Camino bastante rato sin ver a ningún animal, tan sólo distingo, de vez en cuando, algún grupo de ojos vidriosos que me observan desde la oscuridad.

Empiezo a pensar que todo esto es una gilipollez. Estoy cansado, tengo frío y si quiero ver a cualquier bicho haciendo el tonto no tengo más que encender la tele de mi cuarto.
Me enciendo un cigarro y doy media vuelta para marcharme y justo entonces lo veo tras su jaula.
El causante de los ruidos, un león, me observa tumbado desde el suelo.

Lentamente me acerco y me siento en un banco de piedra frente a él. A través de los barrotes observo su pelo, sus ojos, su nariz, sus patas.
El león también me observa, con los ojos medio abiertos, como si acabara de despertarse de un sueño muy profundo.
¿Rugía entonces en sueños?¿Soñaba con cazar o con ser cazado?
Mientras me pregunto esto, el león aparta la vista de mi y mira al cielo. Yo, por inercia, hago lo mismo.
Empieza a nevar.
El león baja de nuevo la cabeza, nos miramos.
La nieve empieza a cubrirnos de blanco silenciosamente, a los dos.

Uno/ Anders Bigum Inés Marcos

14 octubre, 2013 § Deja un comentario

Uno

La luz era algo con lo que no contabas. Habías imaginado mil veces los edificios, contabas con saberte el nombre de las calles y anticipar con voluntad de vidente cómo se dibujaría el mapa a cada giro, en cada esquina. Contabas con el vértigo invertido que te provocarían esas moles verticales. Sabías cuál sería tu edificio favorito mucho antes de enfrentar por primera vez sus volutas de acero gris hielo. La ciudad llevaba toda una vida anticipándose. Estaba ahí y tú sabías que estaba ahí y que estaría ahí aunque aún no la hubieras pisado o incluso si no llegabas a pisarla nunca. Era una sensación extraña, pero habías sido capaz de habitar milimétricamente un espacio desde un océano de distancia.
El mar pueden ser horas. Nunca lo habías pensado así, pero en el avión te habías dado cuenta de que las aguas se atraviesan a golpe de minuto y que los minutos a su vez son como las minúsculas estelas de espuma que se ven desde la ínfima ventana. Siete horas es un océano. Al menos eso es lo que dura este océano, el océano que hay entre tú y ella. La ciudad; ella. En estos momentos sólo hay eso. Agua que son horas, tiempo suspendido y deseo. Deseo, deseo, deseo. El viaje es puro anhelo. Quieres llegar y quieres verla.

Contabas con el vértigo invertido que te provocarían esas moles verticales. Contabas con el vértigo de arriba abajo que sentirías al verla esperándote de pie en la puerta. Contabas con saberte el nombre de las calles y contabas con decir su nombre, el de ella, muchas veces, como si decirlo fuera algo tan natural como conocer de antemano el intrincado mapa de los barrios. Era natural y no era natural pero era así y así era como tenía que ser. Lo sentías como algo inevitable. Cogisteis el metro y no te sorprendió el trajín destartalado de los vagones, las ratas gordas y medio peladas en las vías, el olor pesando toneladas y el calor como de desierto subterráneo. Ella hablaba y tú la mirabas aún flotando en ese halo irreal que dan los vuelos largos. Pero todo estaba en su sitio, todo estaba donde tenía que estar. Contabas con todas esas cosas, y la puntualidad británica de cada novedad tenía la cualidad mágica de encajar como un guante en la expectativa creada. Lo veías todo por primera vez, pero todo era tan bueno como habías pensado que tenía que ser cuando pensabas en ello anticipándote desde la distancia infinita de un océano, de siete horas, de dos continentes.

La luz fue la primera cosa con la que no contabas. No contabas con que el vagón emergiera de pronto de la tierra y de improviso caracoleara sobre un puente como de montaña rusa. Con ese vértigo no contabas. No contabas con que la ciudad, al final, se revelara así, de pronto, aérea. No contabas con ese cielo enorme. Enorme. No pensabas que una ciudad tan grande pudiera dejar margen a un cielo tan vasto. La luz fue la primera sorpresa. Y sí, anochecía. Caía de golpe todo el peso del día, reventaba como una bomba atómica sobre el río, y todo, todo, era naranja y ocre. La ciudad a vista de pájaro desde ese vagón de metro. Ella recortándose contra la ventanilla del tren. Los edificios, los puentes, el río, los pájaros, las vías, los coches, un cartel de neón enorme. Y otra vez el cielo. Porque todo lo demás era cielo. Luz naranja y cielo.

Así que estabas allí. Ahora que esa acuciante sensación de presente se imponía como si al océano que antes os separaba le hubieran abierto las compuertas, sólo ahora, podías decir que por fin estabas allí. Ahora que te dabas cuenta de que, en realidad, no tenías ni puta idea de qué era lo que estabas esperando ni de qué iba a ser lo siguiente.

Pero en el fondo a eso habías venido, ¿no?

Cuerpo de mujer en sueco/ Nicholas Dominic Talvola Sarai Cumplido

14 octubre, 2013 § Deja un comentario

Cuerpo de mujer en sueco

Era el penúltimo día en Estocolmo y el sol convertía la ciudad en una madeja de hilos blancos y brillantes. La noche anterior Lisa me había presentado a Patrick y Unnar. Unnar era su compañera de piso y Patrick tocaba en su banda. Yo volvía de comer en casa de Ölof y nos juntamos en el bar Nada.
Las presentaciones fueron manos estrechándose en vaselina; el diálogo, en cambio, fue inmediato.
Hablamos sobre el jazz cinematográfico a raíz del último trabajo de la banda de Lisa y Patrick; parecía que nos iba la vida en definir el umbral en el que la música transita lo háptico hasta colarse en el espacio de las imágenes.
El argumento de Lisa era de una ingenuidad exasperante. Se emocionaba al contarnos cómo durante una temporada tuvo visiones mientras tocaba la trompeta. Rememoraba el modo en que su salón redimensionaba sus espacios al compás de la música y los muebles se perfilaban contra ellos mismos formándose una y otra vez. Estaba dispuesta a pagar alguna botella de vino más con tal de convencernos de que eso era, en origen, el jazz cinematográfico. Yo asentía indefectiblemente encarrilando la nueva comanda de vino tinto californiano.

-El techo desaparecía lentamente- decía con los brazos en alto y los dedos de la mano moviéndose entre la imitación al oleaje y al conjuro- transformándose en un ascensor y se desplazaba hacia arriba para luego volver a bajar y colocarse suavemente sobre las paredes.

No pude evitar imaginarla desnuda en la cama justo después de follar intentando describir esta experiencia con voz de mentalista al amante desconocido de esa noche, con los brazos pegados al cuerpo esta vez y la trompeta en torno a la cama en posición perro faldero.

Patrick la miraba sin atender, quizá porque conocía bien la historia. Me pareció que a pesar de eso, la respaldaba con gesto estoicamente condescendiente. Él era contrabajista y cada vez que hablaba parecía acabar de despertarse: la voz tomada, la expresión tierna propia de los estados de duermevela, el rostro lleno de ondulaciones complejas sobre la piel… Era sin embargo la atmósfera que creaba al hablar lo que más me hacía dudar sobre su grado de conciencia insomne. Usaba los tiempos verbales como si fueran las pelotitas de un trilero, cambiaba los protagonistas de sus historia de un modo súbito y los lugares donde transcurrían los hechos nunca eran concretos. Pero tal y como sucede en los sueños, mientras los vives no te percatas. Yo, concretamente, ayer salí del bar donde estábamos para seguirle a esos lugares más allá de las atmósferas de los planetas, llenos de frío, música y cine rodado en exteriores de noche.
Es hoy, al escribir sobre nuestro encuentro, cuando me doy cuenta del laberinto rizomático que subyace en sus palabras. De hecho, acabo de recordar que quizá fuera ayer a última hora, cuando volvía con Lisa y Unnar a casa, cuando comenté con ella algo sobre «el hechizo de Patrick» (ese es el termino que usé y de lo único que tengo un recuerdo claro). Lisa dijo que su música era» igual». Lo más probable es que en ese momento, poseída por la lucidez y la exaltación del compadreo, entendiera perfectamente a qué se refería. Ahora no sé dónde coño metí ese recuerdo fundamental.
Unnar me siguió a casa y ni Lisa la reclamó en el momento de separar nuestros caminos en Strandvagen ni yo pregunté nada al respecto. La siguiente secuencia sonora después de despedirnos de Lisa sucedió en las inmediaciones de mi habitación, en mi apartamento alquilado. Caminamos hasta allí, subimos en ascensor, usamos el baño no sé con qué intervalo de tiempo, creo que ella bebió agua del grifo y yo puse la alarma en mi teléfono; todo esto en absoluto silencio. Me quité la ropa ya en la habitación justo antes de mostrarle el cuarto de invitados perfectamente pulcro, blanco y escandinavo con el que contaba el piso. Sorprendida por el hecho de mi desnudez y de pie cual palitroque, sentí que los segundos se reproducían por esporas para promocionarme un éxtasis de clarividencia: sin duda los deseos del subconsciente me delataban o simplemente eran más valientes o estaban menos borrachos y eso era el motivo fundamental de que yo estuviera en pelotas.

Asomaba mi inglés ex convicto y taciturno para explicarle lo de la habitación extra cuando escuché el ruido de la puerta corredera del balcón (la primera que veía en Suecia y gracias a la cual me sentía como en casa) y cómo la voz de Unnar se alejaba prendida en una canción imposible de distinguir de un monólogo pero que aquí prefiero citar como canción porque lo segundo me parece demasiado inquietante. Me metí en la cama con un extraño sentimiento de ausencia pero dispuesta al sueño. Unnar se calló como intuyendo mi nuevo estado. Se escuchó de nuevo la puerta del balcón y sus pasos de zapatilla de goma. Cuando entró en la habitación yo cerré los ojos porque no sabía bien qué hacer. Ella se sentó en la cama se quitó los vaqueros que rugieron como tigres en la oscuridad sobre su piel y se colocó de costado estirada a mi lado. Me dijo:
Näsa– y pasó el dedo por el hueso de mi nariz de abajo a arriba hasta parar en el entrecejo.
Panna– y tomó la temperatura en mi frente.
öga, öra, hals, axel, tetas, vientre, cadera, brazos, manos, pubis, piernas y así describió cómo era una mujer bajo el modelo sueco. Cómo era yo acariciada como a un bebé suave bajo el modelo sueco, de voz profundamente gris báltico.
A la mañana siguiente fuimos al Fotografiska museet sin desayunar. La retrospectiva de Helmut Newton estaba en la Planta 1. Al ver su fotografía «Crocodile eating ballerina» del ballet de Pina Bausch,  apareció ante mí una de las fotos que me envió Nick y sobre la que debería escribir mi segunda correspondencia.

Shinju/ Nicholas Dominic Talvola Sarai Cumplido

14 octubre, 2013 § Deja un comentario

Shinju

Su vuelo llegó con retraso y aunque me había prometido no fumar antes de besarla, la idea se quedó entre las ruedas de los taxis que aparecían y desaparecían de la terminal. Vi a mi idea rodando, golpeada por los coches como si mis pensamientos y yo fuéramos dos. Empezaba a tener visiones jodidas cuando no conseguía cumplir con mis compromisos.
Fumé cuatro cigarrillos y tomé tres cervezas. Quería llevarla a desayunar, pero aún estaba colocada de la noche anterior y mi estómago era un pasa triste.
Shinju había estado en japón casi tres semanas visitando a la familia. No había vuelto a Tokio desde que empezamos a salir, y de eso hacia ya casi dos años. Iba a contarle a su madre lo nuestro y a visitar la tumba de su padre para cantarle en español. Habíamos ensayado cada día juntas y crecieron como un ritual los momentos en los que cantábamos en el salón:

«La mamma morta m’hanno alla porta della stanza mia; Moriva e mi salvava! o sto sul tuo cammino e ti sorreggo! Sorridi e spera! Io son l’amore! Tutto intorno è sangue e fango? Io son divino! Io son l’oblio! Io sono il dio che sovra il mondo scendo da l’empireo, fa della terra un ciel! Ah!».

Nos decidimos por Andrea Chénier porque Shinju decía que con ciertas arias se desvelaba el misterio de su voz oculta y porque el padre de Shunji no distinguía el español del italiano, y eso ella quería mantenerlo tal cual a pesar del tiempo.