Uno/ Anders Bigum Inés Marcos

14 octubre, 2013 § Deja un comentario

Uno

La luz era algo con lo que no contabas. Habías imaginado mil veces los edificios, contabas con saberte el nombre de las calles y anticipar con voluntad de vidente cómo se dibujaría el mapa a cada giro, en cada esquina. Contabas con el vértigo invertido que te provocarían esas moles verticales. Sabías cuál sería tu edificio favorito mucho antes de enfrentar por primera vez sus volutas de acero gris hielo. La ciudad llevaba toda una vida anticipándose. Estaba ahí y tú sabías que estaba ahí y que estaría ahí aunque aún no la hubieras pisado o incluso si no llegabas a pisarla nunca. Era una sensación extraña, pero habías sido capaz de habitar milimétricamente un espacio desde un océano de distancia.
El mar pueden ser horas. Nunca lo habías pensado así, pero en el avión te habías dado cuenta de que las aguas se atraviesan a golpe de minuto y que los minutos a su vez son como las minúsculas estelas de espuma que se ven desde la ínfima ventana. Siete horas es un océano. Al menos eso es lo que dura este océano, el océano que hay entre tú y ella. La ciudad; ella. En estos momentos sólo hay eso. Agua que son horas, tiempo suspendido y deseo. Deseo, deseo, deseo. El viaje es puro anhelo. Quieres llegar y quieres verla.

Contabas con el vértigo invertido que te provocarían esas moles verticales. Contabas con el vértigo de arriba abajo que sentirías al verla esperándote de pie en la puerta. Contabas con saberte el nombre de las calles y contabas con decir su nombre, el de ella, muchas veces, como si decirlo fuera algo tan natural como conocer de antemano el intrincado mapa de los barrios. Era natural y no era natural pero era así y así era como tenía que ser. Lo sentías como algo inevitable. Cogisteis el metro y no te sorprendió el trajín destartalado de los vagones, las ratas gordas y medio peladas en las vías, el olor pesando toneladas y el calor como de desierto subterráneo. Ella hablaba y tú la mirabas aún flotando en ese halo irreal que dan los vuelos largos. Pero todo estaba en su sitio, todo estaba donde tenía que estar. Contabas con todas esas cosas, y la puntualidad británica de cada novedad tenía la cualidad mágica de encajar como un guante en la expectativa creada. Lo veías todo por primera vez, pero todo era tan bueno como habías pensado que tenía que ser cuando pensabas en ello anticipándote desde la distancia infinita de un océano, de siete horas, de dos continentes.

La luz fue la primera cosa con la que no contabas. No contabas con que el vagón emergiera de pronto de la tierra y de improviso caracoleara sobre un puente como de montaña rusa. Con ese vértigo no contabas. No contabas con que la ciudad, al final, se revelara así, de pronto, aérea. No contabas con ese cielo enorme. Enorme. No pensabas que una ciudad tan grande pudiera dejar margen a un cielo tan vasto. La luz fue la primera sorpresa. Y sí, anochecía. Caía de golpe todo el peso del día, reventaba como una bomba atómica sobre el río, y todo, todo, era naranja y ocre. La ciudad a vista de pájaro desde ese vagón de metro. Ella recortándose contra la ventanilla del tren. Los edificios, los puentes, el río, los pájaros, las vías, los coches, un cartel de neón enorme. Y otra vez el cielo. Porque todo lo demás era cielo. Luz naranja y cielo.

Así que estabas allí. Ahora que esa acuciante sensación de presente se imponía como si al océano que antes os separaba le hubieran abierto las compuertas, sólo ahora, podías decir que por fin estabas allí. Ahora que te dabas cuenta de que, en realidad, no tenías ni puta idea de qué era lo que estabas esperando ni de qué iba a ser lo siguiente.

Pero en el fondo a eso habías venido, ¿no?

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